jueves, 8 de marzo de 2012

Describiremos la vida de los animales salvajes, así como lo que ocurre en aquellos países que contienen selvas habitadas por tigres y leones. En América no existen estos terribles carniceros que tan peligrosas hacen las travesías por algunas regiones de Asia y África; mas no por eso dejan de abundar animales feroces y dañinos, como el puma, el jaguar, el zorro, el zorrino, el perro salvaje de las pampas, el coyote o lobo de México y Centroamérica y el oso en la parte septentrional, que es el más fiero y temible de todos los de su especie. El hombre, sin embargo, ha llegado gradualmente a dominar a las bestias salvajes; y la lucha entre éstas y aquél termina y terminará siempre con el triunfo del primero. Una de las cosas que veremos confirmadas en este capítulo es que no hay animal que sea enteramente inútil, pues todo lo que se ha creado tiene su utilidad, y en la economía de la Naturaleza entran también, como factores que cumplen sus particulares fines, las mismas fieras, que estaríamos inclinados a juzgar como únicamente dañinas.
La mejor idea que podemos formarnos de la paz es la que se nos representa al leer que vendrá un día en que el león se echará junto al cordero, y un niño podrá conducirlo adonde quiera. Sabemos, no obstante, que si en nuestros días un cordero se acerca a un león, éste no tardará en comérselo, y nos parece, por tanto, que el león es un animal cruel. No hace, sin embargo, más que desempeñar aquella misión que la Providencia le ha encomendado.
Supóngase que, por una parte, antes de multiplicarse la especie humana, no hubiesen habido leones, ni tigres, ni leopardos ni otras fieras carnívoras de las que viven en los países salvajes; y que, por otra parte, hubiesen existido bueyes, ciervos, ovejas, cabras, liebres y conejos, así como todos los demás seres que se alimentan de sustancias vegetales. Nada hubiera entonces puesto límites al número cada vez mayor de estos últimos, y se hubieran multiplicado de tal manera en las regiones por ellos habitadas, que con dificultad le habría sido dado al hombre establecerse en ellas.
La Naturaleza procura siempre poner coto al desenvolvimiento excesivo de una especie determinada de animales porque esa multiplicación desmesurada trastornaría todos sus planes. Se dice que los países situados a lo largo del Mediterráneo perdieron sus bosques y sus viñas por haberlos talado y devastado las cabras. Como éstas no tenían enemigos que contribuyeran a reducir su número, se comían todo lo que hallaban, royendo los sarmientos de la vid, los brotes de los arbustos y la corteza de los árboles; y de este modo, llegaron a destruir toda la vegetación que crecía en las laderas de los montes, convirtiendo en terrenos yermos lo que antes eran tierras fértiles. Con ello se modificó el clima, aumentándose la sequedad en grado tal, que dificultó notablemente el desarrollo de muchas plantas. En los lugares plantados de árboles o cubiertos de hierba verde, el aire no es nunca tan cálido ni tan seco como allí donde el suelo se compone de rocas o de arena. Al destruir los bosques se modifica el clima en sentido desfavorable a la vida y a la mayor riqueza.
Si se hubiese dejado que los animales herbívoros, ciervos, bueyes, ovejas y cabras, se multiplicaran en la forma que lo hicieron las últimas en las regiones mediterráneas, todas esas especies habrían acabado por perecer de hambre, después de haber convertido las más fértiles praderas en desiertos absolutamente áridos.
Si, por otra parte, los leones, tigres y demás fieras hubieran podido procrear y crecer en número de una manera ilimitada, estos animales, a su vez, no hubieran tardado en constituir un peligro para el hombre. Pero éste ha sabido sobreponerse a tan terribles enemigos; y, aunque inferior a ellos en fuerza y agilidad, con su superior inteligencia ha sabido fabricar lanzas, flechas, fusiles y otras armas y artificios con que matarlos o apoderarse de ellos. Dondequiera que el hombre blanco establezca su morada, el tigre y el león se ven forzados a retirarse. En nuestros tiempos ya no hacen falta fieras para reducir a sus debidos límites el número de animales herbívoros que vagan por las selvas, pues el hombre se basta para hacerlo. Los grandes carnívoros le son perjudiciales, porque, al par de otros animales salvajes, se devoran su ganado.

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